viernes, 29 de enero de 2010

Edu(cuztomiz)ation

Hace mucho tiempo el mercado se dio cuenta de que diversificarse en base a los gustos y necesidades del cliente es un factor clave para el éxito de cualquier empresa.Desde entonces, la gran variedad de productos para satisfacer las necesidades específicas de cada consumidor (“family size”,“low sodium”, “integral”, “bajo en grasa”, “con sabor a cherry”, “doble cabina” etc.) proliferó de tal forma que hoy día, ya sea en automóviles, medicamentos, comestibles y demás, el mercado posee una amplia variedad de productos dirigidos a satisfacer las preferencias y necesidades del diverso mundo del consumidor. Desde calzado atlético para el arco exacto de cada pie, hasta elegir de las dimensiones especificas de una laptop, ésta flexibilidad de utilidades para saciar las exigencias particulares del consumidor es un fenómeno al que conocemos como “customization”.

Lamentablemente esta maravilla de la relación mercado-cliente aun no toca los pies de la industria de la educación, la cual (lejos de responder a las necesidades específicas de cada cliente) más bien se asemeja a un “size” de zapato fijo con el que pretendemos que cada niño aprenda caminar, correr y atravesar una carrera de obstáculos sin considerar el arco de su pie, estructura física, habilidades ni motivaciones para ejecutar durante proceso.

Si bien se ha dicho (hasta el cansancio) que no todos los estudiantes los aprenden igual, poseen mismas necesidades, habilidades ni (mucho menos) los mismos intereses, la evidencia científica cae en oídos sordos ante un sistema que sienta a todos en un mismo salón, bajo un mismo método y criterios de evaluación que (en gran parte de los casos) no apuntan a la aplicabilidad en un contexto real, sino a la retención de datos raras veces prácticos o atractivos para el estudiante. El fenómeno comercial del “customization” necesita (en definitiva) abrazar también los anaqueles con “size” fijo de la educación

En Puerto Rico, quienes llevan a cuestas la batuta educativa no somos los educadores (conocedores en la materia) ni los empresarios (conocedores de la magia de “customizarla”) sino una sarta de monigotes políticos cuya mentalidad partidista entorpece todo intento de innovación educativa. Seguir mirando al gobierno en busca de respuestas es absurdo… responsabilizarlos por algo que obviamente no saben hacer es estúpido. Las ideas, los estudios y los ejemplos de sistemas educativos efectivos están allí, esperando a que seamos nosotros los ciudadanos quien las ponga en marcha. Entonces (y solo entonces) cuando el gobierno choque contra la concreta muralla de la evidencia puesta en práctica, la educación pública de Puerto Rico se moverá a lo que realmente debe ser.

martes, 19 de enero de 2010

Obesidad

Existe un necesario (y admirable) valor social llamado “prudencia” pero, si bien es cierto que mantenernos al margen de lo que nos compete y “dejar vivir” es una virtud, existen momentos en los que (con nuestro silencio) nos convertimos en viles cómplices de un sinnúmero de problemáticas sociales a nuestro alcance. El argumento barato de “no quiero meterme en la vida de los demás” (con demasiada frecuencia) no es un síntoma de prudencia, sino vil indiferencia disfrazada de virtud.

En estos días, mientras comía en un algún Church’s Chicken (¡anuncio no pagado por la compañía!) algo llamó mi atención: una mujer y (lo que supuse era) su hija se sentaron aproximadamente a tres metros de donde me encontraba. Cuando la mujer puso su bandeja sobre la mesa, me fue casi imposible no posar mis ojos sobre su hija: una niña de algunos 8 años cuya visible acumulación de grasa corporal en sus brazos y piernas (características típicas de obesidad infantil) le conferían una lenta y espatarrada forma de caminar donde hasta el mero acto de sentarse requirió de un leve (pero visible) esfuerzo de su parte. Fue entonces cuando la señora, una mujer gruesa (no tanto como la menor) de baja estatura y entrada en sus treinta, puso ante de la joven el suculento menú: Papas fritas, pollo frito, refresco grande y algún dulce con helado de la tienda (inserte cara de espanto aquí). Momentos como este invitan a la reflexión y (en el mejor de los casos) a la acción.

Laissez-faire nutricional

Si bien la obesidad se define como una “condición donde el individuo supera en un 20% o más su peso saludable" (dentro del valor estándar peso/estatura en una grafica preestablecida) la realidad es que no hay que andar con báscula, cinta métrica, ser nutricionista ni medico chino para identificar los visibles e inequívocos síntomas del sobrepeso y muy particularmente si se trata de nuestros hijos. Que una persona sea lo suficientemente irresponsable consigo misma para descuidar su salud (la obesidad es factor desencadenante de un sinnúmero de enfermedades como la diabetes, colesterol alto, impotencia e hipertensión, entre muchas otras) es una cosa… condenar a un niño (sin la potestad ni conocimiento para elegir) a un estilo de vida y alimentación que propicie el deterioro de su salud fisica, social y emocional es completamente otra.

“No Alfredo” me dijo alguien una vez “lo que pasa es que hay gente que sufre de la tiroides”. Y sí, es cierto, hay (efectivamente) gente que “sufre de la tiroides”. Pero si bien es cierto que existen condiciones que inclinan (repito, inclinan, no determinan) la balanza metabólica del individuo hacia el sobrepeso , la realidad es que cuando una persona se pasa la vida comiendo hamburgers, papas fritas, pollo frito, pan, arroz (y otros alimentos ricos en almidón) tres y cuatro veces al día para luego llegar a su casa y meter su trasero en un sofá a ver televisión (o dígase internet) durante horas, no se trata de un “problema metabólico”: se llaman “estilos de vida”, irresponsabilidad y (en cursivas muy mías) suicidio.

Tomando acción
Al momento de botar el sobrante de mi bandeja (acción que exigía pasar por el lado de ambas féminas) hice una pausa, me dirigí hacia la madre y (con el tono más dulce y discreto que mi cerebro pudo imaginar) le comenté “Buenas tardes (…) disculpe el atrevimiento (…) ¿sabe usted que le hace daño a ella comer ofertas como esa?” Su rostro (hasta entonces amable) se transfiguró a uno de “fuck-you mode” donde, con un defensivo gesto de la mano (cuyos dedos grasientos no pude ignorar) lanzó su inteligentísimo argumentó: “Ella tiene hambre”.

“Buen provecho” respondí con una sonrisa diplomática. Mi intención no era argumentar, sino hacer notar y… aunque el estilo de vida y alimentación de aquella mujer no necesariamente cambió por el atrevimiento de un desconocido, me queda la satisfacción moral de (quizá) haber sido la “voz consciente” de una niña sin la edad ni el conocimiento para darse cuenta del daño que su progenitora, con intención o sin ella, le infringía.